Un año de espacios vacíos

Laura Casasnovas
5 min readMar 27, 2021

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Fotograma de L’Eclisse (Antonioni, 1962)

A estas alturas del año pasado puede ser que tratara de distraerme entre las líneas de un libro o que estuviera refugiada en las entrañas del catálogo de alguna plataforma de streaming. Tal vez me encontraba en la cola del Mercadona o le preguntaba a la farmacéutica cuándo iban a llegar las mascarillas. A lo mejor simplemente estaba sentada frente a la televisión y escuchaba con cierto escepticismo la información de autoridades y expertos que se habían pasado meses burlando el virus y no sabían demasiado bien de qué hablaban. Lo que está claro es que ninguno de nosotros –y me atrevo a hablar en plural– era consciente aún de la profundidad de los cambios en los que, de la noche a la mañana, nos habíamos visto obligados a embarcar.

El pasado 15 de marzo las redes sociales y los medios de comunicación se hicieron eco del primer ‘aniversario’ del inicio de la dura cuarentena nacional, noticia con función de golpe de realidad sobre la cual me resulta inevitable reflexionar. Y es así porque, si bien sabemos que los animales humanos tenemos una relación peculiar con el paso del tiempo –somos tiempo, llegó a afirmar Heidegger–, no deja de ser extraño lo desubicada que me encuentro al pensar en esta “nueva normalidad” que de normal poco tiene: por un lado, parece que fue ayer cuando nos confinaron y, a la vez, siento que las mascarillas y el gel desinfectante siempre han estado sobre el mueble recibidor de mi casa.

Cuando hago un esfuerzo por recordar y concretar qué ha sido de los últimos meses, me viene a la cabeza principalmente una imagen, una metáfora visual que ilustra, al menos para mí, este borroso año y que mucho tiene que ver con esta paradójica percepción del tiempo. Me refiero a los espacios vacíos. Recuerdo el confinamiento y veo carreteras desiertas, barrios fantasma, oficinas abandonadas y casas que echan de menos el calor de amigos y familia. Pienso en el tiempo posconfinamiento y mi memoria me proyecta las tímidas calles de Palma en las que los bares ya únicamente sirven comida para llevar y demasiados comercios han tenido que bajar sus persianas.

Por muy trivial que suene, incluso tengo grabado en mis recuerdos el escenario casi terrorífico de un Mediamarkt en el que recogí un pedido hace unos meses cuando Mallorca entró en riesgo extremo de contagios y, entre otras cosas, se impusieron restricciones a las grandes superficies. Deambulaba por allí un solo empleado, las secciones de productos no esenciales estaban precintadas y parpadeaba alguna de sus frías luces LED. Pienso también en una reciente escapada, la primera salida de la isla en nueve meses y mi primer viaje con un test negativo en la mano. En las pantallas del aeropuerto de Palma figuraban tan solo siete vuelos –por un momento pensé que se trataba de un error informático– y, por primera vez en mi vida, no fue necesario hacer cola en el control de seguridad porque estaba, literalmente, sola.

En fin, podría citar más ejemplos, pero intuyo que acabaría aburriendo al que se haya tomado la molestia de leer estas palabras. A todo esto, reconozco que soy una persona que necesita calma, huye de las masas y siempre ha buscado los espacios vacíos. Admito también que me emocionó que en las primeras semanas del confinamiento los delfines nadaran por la costa de Mallorca y los patos visitaran Ciutat. Además, es innegable que los espacios vacíos tienen cierto carácter poético, cosa que saben bien un sinnúmero de cineastas. Pienso en Linklater y en las secuencias finales de su Before Sunrise (1995), a saber, en las calles vacías de Viena, marcadas permanentemente por las huellas de Jesse y Céline.

¿Por qué, entonces, los espacios vacíos de este último año no me transmiten calma ni poesía, sino inquietud? Hace unos meses, a escasos minutos del toque de queda, conducía a casa después de una cena –seguramente la última antes del cierre de restaurantes– y mi coche era el único en los más de 20 kilómetros de autopista. En un arrebato de emoción me imaginé por un momento que protagonizaba algún film neo-noir –solo me faltó reproducir “Nightcall” o similar–, pero se me pasó enseguida y de golpe sentí algo parecido a lo que expresa Giuliana en Il deserto rosso (Antonioni, 1964): “Hay algo terrible en la realidad y no sé qué es”.

Aunque pienso que necesitaremos años para comprender esta situación, sospecho que lo que me intranquiliza de estos espacios vacíos se debe a lo que Sartre llamaba ‘conciencia de la ausencia’. En El ser y la nada (1943), el filósofo cuenta que se encontró con la ausencia de su amigo Pierre cuando esperaba verlo en un café y no apareció. A través de esta anécdota explica que la sensación de ausencia está ligada a la expectativa de percepción, en la que siempre se da la constitución de una forma sobre un fondo. “Cuando entro en ese café para buscar a Pierre, todos los objetos del café asumen una organización sintética como fondo sobre el cual Pierre está dado como debiendo aparecer”, escribe. En los espacios pandémicos siento la ausencia de todas aquellas personas que espero encontrar; tan solo percibo fondo, sin forma.

El teórico de cine Noël Burch escribía algo parecido acerca de los espacios vacíos en la filmografía de Ozu, que, según él, generaban en el espectador la esperanza de que llegase algo del fuera de campo. Es debatible si esa era la verdadera intención del cineasta –seguramente acertó más Deleuze al afirmar que en Ozu los campos vacíos “cobran una autonomía” y “alcanzan lo absoluto”–, pero la explicación de Burch me ayuda a enfocar mi turbación. Más que Ozu o Linklater, y por volver sobre Antonioni, los espacios vacíos pandémicos me provocan la angustia que siento durante el final de L’Eclisse (1962): ocho minutos de búsqueda desesperada de la bruscamente desaparecida Vittoria. Cuando creemos que la hemos encontrado, se da la vuelta y constatamos que no es ella. Un espejismo similar se produce cada vez que parecen mejorar los datos y se vuelven a llenar, temporalmente, los espacios.

Supongo que lo que me causa la desorientación que padezco en estos momentos, lo que dificulta que me sitúe en el tiempo, es la constante expectativa frustrada, la falta de forma sobre fondo, la sensación de ausencia en cualquier lugar. Es el miedo a que no vuelvan a llenarse esos espacios vaciados por la pandemia –como tampoco volvemos a encontrar a Monica Vitti en el film de Antonioni– o, al menos, a no saber cuándo. Por supuesto, es también la conciencia de que detrás de estos vacíos superficiales se esconden otros más profundos: los huecos que dejan los que ya no están.

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