El fin del olvido

Laura Casasnovas
7 min readJul 21, 2021

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Nietzsche dice que el ser humano, a pesar de “ufanarse de su humanidad”, siente envidia hacia el resto de animales. En Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida, su Segunda consideración intempestiva (1874), anima al lector a contemplar un rebaño que, “ni triste ni aburrido”, “retoza, come, descansa, digiere, vuelve a retozar y, así, de la mañana a la noche, de día en día”. En algún momento, el observador, fascinado, le preguntaría a uno de ellos: “¿por qué sólo me miras y no me hablas de tu dicha?”. Cuenta el filósofo que el bicho querría contestarle que es así porque “siempre olvida inmediatamente lo que quería decir”, pero en ese instante olvidaría también su respuesta.

Dicho de otro modo, las personas, que se hallan atadas a las cadenas del pasado, admiran la tranquilidad del animal ahistórico. Entiendo bien a qué se refiere Nietzsche. Pasé los primeros años de mi vida hechizada por nuestro gato Samsón. Desde entonces, la bonita sencillez de los peludos con los que he crecido me ha aportado enormes momentos de paz. Nada que ver tiene su forma de vivir el presente –no tienen otra opción– con el desasosiego del ser humano, inquieto por su futuro y en ocasiones atormentado por sus recuerdos.

En tal sentido y en palabras, de nuevo, de Nietzsche, “benditos sean los olvidadizos, pues superan incluso sus propios errores”. Se trata de una célebre frase que no por casualidad se recita en Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Gondry, 2004) –mal traducida en España a ¡Olvídate de mí!–, película en la que Clementine (Kate Winslet) y Joel (Jim Carrey), desbordados por el dolor de su ruptura, acuden a la clínica Lacuna, Inc. para borrar artificialmente los recuerdos de su relación. Durante el borrado, Joel exclama, en sintonía con el título del film: “I’m erasing you and I’m happy!”.

Los que conozcan la película sabrán que ésta no aplaude lo que ocurre en Lacuna. En línea con Nietzsche, el film sugiere que la clave está en encontrar un equilibrio prudente entre el olvido y el recuerdo. Dicho de otro modo, tanto lo histórico como lo ahistórico son necesarios para una vida saludable y responsable. Es importante olvidar porque no sería posible avanzar si recordáramos constantemente cada detalle de nuestras vidas. Quedaríamos atrapados en nuestro huracán mental, paralizados por la carga de pensamiento e incapaces de respirar el mundo que tenemos delante.

Ahora bien, recordar es necesario para aprender, mejorar y construir o, como destaca Nietzsche, para poder hacer promesas. De hecho, la actitud afirmativa y auténtica frente a la vida por la que aboga el pensador implica, entre otras cosas, abrazar el pasado y asumir sus consecuencias, una labor angustiosa de la que Joel, Clementine y probablemente la gran mayoría de personas huyen en algún momento de su existencia. La libertad que distingue al ser humano del resto de animales se debe precisamente a su condición histórica. Y me pregunto, además, qué sería de los ingredientes más valiosos de nuestras vidas, como la cultura o el amor, si no hubiera memoria.

Aclarado esto, me interesa volver a la cuestión del olvido. La capacidad de olvido es, según Nietzsche, una fuerza activa, positiva e inhibidora, una “forma de salud vigorosa”. Es más, considera que el ser humano es un animal olvidadizo por necesidad, pues su felicidad requiere, entre otras cosas, de la capacidad de sentir de manera ahistórica. Lo que esto significa es que, si uno quiere aspirar a ser feliz, debe ser capaz de instalarse en el presente, de “permanecer erguido en un determinado punto, sin vértigo ni miedo”. A la capacidad de olvido le corresponde crear espacio para dejar entrar las experiencias del presente y posibilitar la inmediatez. Escribe Nietzsche en La genealogía de la moral (1887):

Cerrar de vez en cuando las puertas y ventanas de la consciencia; no ser molestados por el ruido y la lucha con que nuestro mundo subterráneo de órganos serviciales desarrolla su colaboración y oposición; un poco de silencio, un poco de tabula rasa de la consciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo, y sobre todo para las funciones y funcionarios más nobles, para el gobernar, el prever, el predeterminar (pues nuestro organismo está estructurado de manera oligárquica) — éste es el beneficio de la activa, como hemos dicho, capacidad de olvido, una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta: con lo cual resulta visible en seguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente.

Leo ahora estas palabras publicadas en el siglo XIX y medito cómo trasladarlas a la actualidad, en la que la conectividad constante genera un ruido insólito y quedan pocas trazas del silencio. La sobreestimulación informativa se produce a tal velocidad que no hay apenas tiempo para decidir qué datos desechar y cuáles conservar. Siempre pienso que si tuviéramos las mismas funciones que nuestros dispositivos electrónicos, hace muchos años que ya habría saltado el aviso de “almacenamiento casi lleno”. Sospecho, en fin, que pocos estamos armados con un escudo lo suficientemente fuerte para proteger nuestro silencio y rebotar el barullo que tan solo ensucia.

Por cuestiones similares a estas se preocupa la profesora de comunicación Kate Eichhorn en su libro The End of Forgetting: Growing Up with Social Media (2019), en el cual describe la era digital como la del “fin del olvido”. En breve, sostiene que, tras varias décadas de convivencia con las redes sociales, dejar atrás la infancia y la adolescencia se ha convertido en una tarea ardua. Son épocas que quedan grabadas en plataformas, lo que dificulta que no solo nosotros mismos sino también los demás olviden nuestra versión más joven, que se mantiene “perpetuamente presente”.

Si bien Eichhorn se preocupa fundamentalmente por la edad temprana, puesto que en principio son los años en los que más cambiamos, se trata de un problema al que nos enfrentamos en todas las etapas de nuestras vidas: el uso de las redes sociales borra la distancia con el pasado. Cierto es que el ser humano siempre ha congelado su pasado en cartas, diarios, fotografías y otros formatos analógicos, pero las redes sociales, como extensión de este proyecto de historización, suponen un cambio importante. Los recuerdos ya no se encuentran escondidos en un albúm en un cajón que podemos abrir ocasionalmente si así lo deseamos, sino que los llevamos pegados a nuestros cuerpos en todo momento: en la mano, el bolsillo o la mesita de noche.

Además, se conservan las imágenes que ponemos en circulación, pero también la red de contactos asociados a dichos momentos. Es decir, lo que uno arrastra consigo al futuro no es solo un archivo de fotografías y vídeos, sino todo un contexto social que no siempre conviene conservar. Hasta hace poco, cuando alguien quería ir más allá de su círculo social, bastaba con dejar de reunirse con dichas personas. En el siglo XXI, a no ser que realicemos una limpieza periódica de nuestros amigos digitales, contactos de todas nuestras fases vitales nos acompañarán a cualquier lugar.

Entonces, si nuestra propia memoria ya nos juega a veces malas pasadas, ahora momentos y personas del pasado pueden filtrarse en el presente con aún mayor facilidad. En la época de redes sociales y teléfonos inteligentes, espacio y tiempo ya no funcionan como barreras. Para bien o para mal, nos hemos convertido en everywhere-people, concepto que presto de The Four-Dimensional Human (2015), de Laurence Scott. Este everywhereness altera nuestra relación con el mundo: estar en todas partes puede significar estar siempre ausentes y no habitar completamente ninguna de ellas. Si todo ello es así, instalarse en el presente, algo que Nietzsche considera necesario para ser feliz, parece una opción cada vez menos viable.

Quiero matizar que no solo se trata de saber olvidar, sino también de ser olvidados. A este respecto, Eichhorn utiliza la metáfora de Nietzsche antes citada –“cerrar las puertas y ventanas de la consciencia”– para alertar de que cerrar las ventanas de nuestros dispositivos electrónicos difiere enormemente de cerrar las ventanas de nuestras casas. Es así porque, cuando blindamos nuestra vivienda, ni nosotros vemos lo que pasa fuera ni los otros ven lo que ocurre dentro. Olvidar y ser olvidado van de la mano. No obstante, en el mundo digital, cerrar una ventana no impide a los demás seguir viéndonos. Nuestros perfiles, repletos de souvernirs y datos personales, están siempre activos.

Psycho (Hitchcock, 1960)

Además de everywhere-people, Scott propone otro concepto interesante del que me puedo ayudar para ilustrar este punto. En su obra, el autor define la era de Internet como la del reverse peephole (mirilla inversa), pues otras personas, conocidas y desconocidas, tienen libre acceso a nuestra información personal. Lo más interesante, sin embargo, es que en los últimos años este fenómeno se esté produciendo de forma voluntaria. Habilitamos todo tipo de mirillas en nuestros espacios a fin de evitar la soledad o camuflar nuestra intrascendencia. “El infierno son los otros”, escribió Sartre. ¿Qué diría si supiera que ahora nos exponemos a ese infierno voluntariamente?

Así como antes he afirmado que la libertad humana requiere de memoria, también existe una clara conexión entre la libertad y el olvido. Es así porque, como muy bien explica Eichhorn, sin la capacidad de olvido y la opción de ser olvidados, difícilmente podremos reinventarnos, explorar nuevas ideas e identidades y asumir riesgos. “Sólo a través de la capacidad de utilizar el pasado para poder vivir, y de hacer de lo ocurrido historia, el hombre se convierte en hombre”, dice Nietzsche, aunque advierte: “pero, ante un exceso de historia, el hombre otra vez deja de serlo y, sin la coraza de lo ahistórico, nunca hubiera podido ni se hubiera atrevido a empezar”.

No es fácil anticipar las consecuencias del sinfín de innovaciones tecnológicas en las que estamos sumergidos, pero creo importante reflexionar sobre cómo pueden alterar la relación que tenemos con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea. Sin duda, el “fin del olvido”, impulsado por determinados usos de las redes sociales, puede desestabilizar el equilibrio olvido-memoria sobre el cual se sustentan nuestras vidas. Es posible que tengan que pasar décadas hasta que seamos capaces de comprender la profundidad de estos cambios. Hasta entonces, quizá lo mejor sea asegurarnos momentos de desconexión en los que podamos cerrar las puertas de la consciencia y absorber el resplandor del presente.

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